FRAGMENTO GALATEA
Resultaba casi tierna la forma en que se preocupaban por mí.
—Está usted muy pálida —observó la enfermera—. Debe guardar reposo hasta que recupere el color.
—Es el mío de siempre —respondí—, porque antes estaba hecha de piedra.
La mujer esbozó una sonrisa ambigua mientras estiraba la manta hacia arriba. Mi esposo le había advertido de que yo era fantasiosa y que la enfermedad me impelía a decir cosas que iban a sonarle extrañas.
—Recuéstese. Voy a traerle algo de comer —dijo. Tenía un lunar sobre el labio y me gustaba mirarlo mientras hablaba. Algunos lunares resultan bellos y distintivos, como motas en el pelaje de un caballo, pero, en cambio, otros tienen pelos y son carnosos como gusanos; el de ella pertenecía a esta segunda clase.
Recuéstese —repitió, pues yo no lo había hecho.
—¿Sabe qué creo que me vendría bien para recobrar el color? Un paseo.
—Ah, no —replicó ella—. No hasta que se encuentre mejor. ¿No nota lo frías que tiene las manos?
—Como ya le he dicho, eso es la piedra: no se calienta sin sol —expuse—. ¿No ha tocado nunca una estatua?
—Está usted helada —repitió—. Sea buena y túmbese. Para entonces ya se movía deprisa porque yo había mencionado la piedra dos veces y eso era un chisme para las otras enfermeras y un motivo emocionante para hablar con el doctor. Se acostaban y por eso estaba tan ansiosa. A veces podía escucharlos a través de la pared. No lo digo en el mal sentido, pues no le envidio un buen polvo, si lo era, que no lo sé. Lo comento para que comprendáis lo desfavorable de mi situación: para ella tenía más valor enferma que sana.
Cuando la puerta se cerró, la habitación se expandió a mi alrededor como una magulladura sobre la piel. Cuando ella estaba ahí, a causa de su presencia, podía fingir que la percibía como un espacio contenido, pero, cuando se iba, daba la impresión de que las cuatro paredes de madera se tensaban sobre mí, como pulmones que hubieran tomado aliento.
La ventana, demasiado alta como para que pudiera mirar al exterior desde la cama y demasiado pequeña como para que entrase mucho aire, tampoco ayudaba. El olor de la estancia era a la vez dulce y agrio, como si mil pacientes atormentados hubieran sudado en su interior, cosa que supongo había ocurrido, y luego hubiesen pisoteado rosas en el suelo con los pies sucios.